Homo oeconomicus

Homo œconomicus (Hombre económico en latín) es el concepto que la escuela neoclásica de economía utiliza para explicar el comportamiento humano. Asume que el hombre se comporta de forma racional ante los estímulos económicos, y por lo tanto lo considera capacitado para procesar la información a la que accede de forma adecuada, y que actúa en consecuencia. Homo oeconomicus se considera racional en el sentido que el bienestar, tal como se define en la función de utilidad, es optimizador según las oportunidades percibidas. Implica que el individuo trata de alcanzar objetivos muy específicos y predeterminados en la mayor medida posible con el menor coste posible.

Los economistas Thorstein Veblen, John Maynard Keynes y Herbert Simon, critican Homo oeconomicus por ser un actor con demasiada comprensión de macroeconomía y previsión económica a la hora de tomar decisiones. Hacen hincapié en la incertidumbre y la racionalidad limitada cuando se toman decisiones económicas, en lugar de confiar que el hombre racional esté plenamente informado de todas las circunstancias que afectan a sus decisiones. Argumentan que el conocimiento perfecto no existe, lo que significa que toda actividad económica implica riesgo.

La persona capaz de gestionar su dinero a la perfección existe, al menos sobre el papel. Se la describe calculadora, con capacidad de tomar decisiones sensatas y mantener la cabeza clara en cuestiones vinculadas a la economía. Siempre encuentra la solución más favorable, igual que las inversiones financieras en la vida diaria.

Los psicólogos del comportamiento y los neurocientíficos, sin embargo, están convencidos que el Homo oeconomicus es pura ficción: una persona ideal que no guarda ningún parecido con el consumidor regular. Investigaciones realizadas en los últimos 30 años demuestran que en cuestiones económicas nos dejamos conducir por la irracionalidad y los sentimientos más que por la racionalidad y la sensatez.

Para demostrar la incapacidad de racionalización de las personas, Veronika Denes-Raj y Seymour Epstein de la Universidad de Massachusetts, llenaron dos recipientes con caramelos de goma rojos y blancos. Los participantes debían sacar un caramelo rojo de uno de los dos cuencos con los ojos cerrados. El recipiente pequeño contenía diez caramelos, entre los cuales había uno rojo. El otro contenía 100 caramelos, de los que cinco eran rojos. Se informó a los voluntarios sobre las probabilidades de éxito en cada recipiente: 10% en el cuenco pequeño y 5% en el grande.

A pesar que los participantes sabían que actuaban de forma ilógica, la mayoría decidió probar suerte con el cuenco grande. Es evidente que los jugadores no tuvieron en cuenta el porcentaje de dulces rojos, sino su cantidad absoluta. En el recipiente pequeño visualizaban tan sólo un caramelo, en el grande veían cinco.

Este fenómeno, conocido como ¨el poder del contador¨ o la ¨ceguera del denominador¨ pone de manifiesto nuestra escasa soltura en cuestiones de probabilidades, un punto de partida poco favorable para el éxito económico.

En las actividades cotidianas más sencillas emerge frecuentemente la incapacidad de las personas para actuar de forma racional. Por ejemplo, en el supermercado si la caja está situada en un lugar al que se llega en sentido horario, los clientes gastan más dinero que en los establecimientos organizados en el sentido contrario a las agujas del reloj. Si compramos con tarjeta de crédito en lugar de efectivo, compramos más. Al contrario que para Homo oeconomicus, para el consumidor real, el dinero no es siempre igual a dinero. Por ello, gasta su dinero plástico de forma irreflexiva, mientras cuesta desprenderse de las monedas tangibles depositadas en el bolsillo.

Si a un niño le damos a seleccionar entre una tableta de chocolate grande y una pequeña, elige la grande. Si debe decidirse entre el chocolate pequeño para hoy o el grande para mañana, suele decantarse por el pequeño. En cambio, al preguntarle si prefiere una tableta pequeña en siete días o una grande en ocho días, selecciona la segunda opción. Aquí, un día más o uno menos pierde relevancia y la elección recae en el chocolate grande. No se trata de una decisión racional, ya que un retraso de 24 horas debería provocar el mismo nivel de molestia.

Partidarios y detractores del modelo de Homo oeconomicus presentan numerosas pruebas diferenciadas en tres categorías. Por una parte, la denominada de ¨superconfianza¨ de la que deriva que las personas son pequeños estafadores que sobreestiman de forma notoria sus perspectivas de éxito. Por otra parte, se analiza la investigación de ¨dotación¨, según la cual las personas consideran sus propiedades más valiosas de lo que realmente son. Finalmente, la investigación de ¨compromiso¨, trata de identificar el punto en que la participación en un proyecto económico deficitario sería irracional.

Otro argumento muy extendido crítico del Homo economicus es el relacionado con lo siguiente: para evitar perder su objetivo de vista, las personas acostumbran a aferrarse a ideas y a estrategias pese a carecer de racionalidad. Los científicos hablan de ¨commitment¨, o compromiso.

Admiramos a las personas que son fieles a sus objetivos y que desafían cualquier obstáculo. El problema surge cuando nos empecinamos en planes irreales. Cualquier compromiso puede intensificarse cuando las personas no están dispuestas a corregir sus decisiones, a pesar de las consecuencias negativas.

A pesar de todo, y con los avances de las neurociencias que están posibilitando nuevas baterías de estudios interesantísimos en este campo, aun resulta imprudente desestimar totalmente el modelo de Homo oeconomicus. Algunos comportamientos que, a primera vista parecen irracionales, a largo plazo probablemente tengan su explicación.

Las nuevas tecnologías han elevado los estudios neuronales a extraordinarios niveles, permitiendo mejorar el conocimiento de cómo pensamos y por qué compramos. Por ejemplo, neuromarketing transporta la comprensión del comportamiento humano al interior del vívido y pensante cerebro, y los pasos dados en esta incipiente disciplina resultan revolucionarios.

Pronostican fantásticos adelantos para entender y quizás integrar desde, una perspectiva epistemológica, al hombre moral con el Homo consumericusHomo corporaticus y Homo oeconomicus.

Analice el siguiente ejemplo y llegue a una conclusión: ¿Cuánto vale un árbol?

Consideramos nuestras posesiones más valiosas que los objetos que todavía no nos pertenecen. La misma regla rige para la propiedad pública.

A los inquilinos de un bloque de departamentos les comunicaron que el plan de urbanización de la zona preveía la plantación de 200 nuevos árboles. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar cada habitante a modo de donativo para poder plantar 225 árboles en lugar de 200?

Y, ¿qué indemnización exigirían si se plantaran 175 árboles en vez de 200?

Resultado: en cuanto los 25 árboles pasaban a formar parte de la propiedad común, su valor se duplicaba.

 

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El Autor

Roberto Álvarez del Blanco

Es una de las principales autorida- des internacionales en marketing y estrategia de marca. Profesor del IE Business School.

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