Cómo la mascarilla de protección facial transforma nuestra forma de comunicarnos
Es indudable que los primeros 15 segundos que hay de relación con una persona desconocida, determinan tu afinidad o desacuerdo. Un proverbio árabe afirma que “quien no comprenda una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación”, lo que pone de manifiesto la importancia de la comunicación no verbal en nuestra relación con los otros. Toda la cara recibe estímulos del cerebro, y aunque hay gente muy inexpresiva, usamos la cara y todo el cuerpo para generar feeling con los demás. Es evidente que mostrar sólo los ojos y las cejas cambia nuestra expresividad y los códigos de la comunicación verbal.
Es más que probable que el uso de las mascarillas faciales sea una de las costumbres de la pandemia que perdure. Si se lleva correctamente, nos cubre la boca y la nariz. Sin embargo, a la vez que nos protege también mutila parcialmente nuestra expresividad facial. Esta circunstancia supondrá una gran pérdida a nivel comunicativo en todos los sentidos.
Sin mascarilla nos entendemos perfectamente solo con una mirada o un gesto. Pero si nos faltan tres cuartas partes del rostro, y la situación se alarga en el tiempo, significará que tendremos que repensar los códigos, porque algunas convenciones podrían dejar de ser válidas.
En 1972, el psicólogo iraní Albert Mehrabian, actual profesor emérito en la Universidad de California, publicó un estudio que le catapultó al estatus de eminencia en el campo de la comunicación no verbal. Mehrabian reveló una regla de pesos en la composición de la mayoría de los mensajes interpersonales: un 7% del mensaje lo configuraba el lenguaje verbal, las palabras; un 38%, los factores vocales, el tono, ritmo o volumen de la voz; y un 55% lo ocupaba el lenguaje no verbal, específicamente, la expresión facial.
Si la expresión facial se lleva más de la mitad de la relevancia al momento de comunicar un mensaje de manera efectiva, parece oportuno reflexionar sobre las consecuencias que tiene el uso de las mascarillas faciales en toda la población. Este instrumento de prevención contra el contagio del coronavirus cubre prácticamente todo el rostro, exceptuando los ojos, que quedarán como nuestros únicos aliados para comunicarnos. ¿Serán suficientes? Parecería ser que no. Las expresiones faciales nos ayudan a identificar emociones y a comunicarnos a través del lenguaje no verbal. La ‘nueva normalidad’ con mascarillas dificulta esa comunicación.
Aunque se debe reconocer que algunos grupos se verán más impactados por esta limitación, la realidad es que todas las personas nos vamos a ver afectadas, también el ciudadano medio. Consideremos el ejemplo del uso de WhatsApp, la aplicación de mensajería instantánea caracterizada por las constantes malinterpretaciones surgidas por la ausencia de esa parte de lenguaje no verbal que queda excluido, pese al esfuerzo de los emoticonos. Nos va a costar mucho porque una parte de nuestro lenguaje no verbal la vamos a perder. La empatía o la escucha activa quedarán gravemente mermadas en esta etapa llena de incertidumbre social, política y económica.
Con las mascarillas, la expresión facial se verá limitada solo a los ojos; habrá gente que exprese mucho con los ojos y otra que no. La manera de transmitir a la otra persona va a suponer un cambio en la comunicación importante.
El impredecible lenguaje de los ojos
El problema de los ojos como herramienta comunicativa es que su lenguaje es el menos controlable para los seres humanos, ya que sus códigos se caracterizan por una comunicación prácticamente inconsciente. Pocas personas tienen la capacidad de dominar la forma en la que miran, cómo mueven sus globos oculares o el tamaño de sus pupilas. Investigadores de la comunicación no verbal centrada en ellos han demostrado la existencia de un alfabeto de las pupilas que, sin embargo, pasa desapercibido.
En condiciones normales de luz y visibilidad, las pupilas se agrandan ante un estímulo agradable o atractivo; y se contraen ante un objeto que produce temor o rechazo, hostilidad. Cuando los ojos se mueven hacia la derecha, activan funciones cerebrales ligadas a la memoria. Si lo hacen hacia la izquierda, se activa la zona de la creatividad o del cálculo de situaciones, lo que se ha relacionado como signo de mentira. Pese a su riqueza, el lenguaje de los ojos ofrece pocas certezas que puedan resultar efectivas para enriquecer la interacción personal.
La conclusión parece clara: los ojos, pese a su enorme capacidad expresiva, resultarán insuficientes al principio y necesitaremos apoyarnos en otras partes del cuerpo, como las manos. Eso sí, no sucederá de la noche a la mañana. Tendremos que cambiar. Nos adaptaremos como nos hemos ido adaptando desde que estamos en el mundo. Aunque llevará un tiempo.
Además, nuestra comunicación no verbal sumará un nuevo límite producto de la era pandémica: la distancia física. La recomendación de situarse entre 1,5 y 2 metros de distancia con respecto a los otros individuos complicará la comunicación interpersonal, especialmente en culturas como las occidentales en donde nuestros hábitos son de tocar, de abrazar y mantenernos cerca, de besarnos. Es una manera de empatizar que tenemos. Esto, unido al uso de las mascarillas, será un cambio importante a la hora de relacionarnos.
Algunos especialistas en la atención a niños y adolescentes en riesgo social, reflexiona asimismo sobre el impacto que estas limitaciones tendrán para profesionales de la salud y de la educación, especialmente en lo referente a la etapa infantil o en hogares de protección de menores vulnerables. La pérdida de empatía del médico o el enfermero con su paciente, o del profesor con alumnos en un escenario de rostros tapados condicionará sensiblemente su actividad profesional.
De la misma manera que los sociólogos aguardan con interés cómo variarán las conductas de las personas en los meses venideros, una vez se haya consolidado la convivencia necesaria con un virus aún sin vacuna, los psicólogos se mantienen en la expectativa de qué provocará en el plano de la comunicación. Tendremos que ir analizando lo que sucede, porque es algo nuevo para todos.
De los abanicos al lenguaje corporal
El lenguaje verbal no es el único que usamos para comunicarnos y en este nuevo contexto, en el que la gestualidad recuperará protagonismo, el corporal también será importante. Los primeros estudios empezaron ya en Siglo XIX, cuando se advirtió que las personas en muchas ocasiones expresaban emociones del mismo modo que lo hacían los animales.
Basta recordar el famoso lenguaje de los abanicos, con el que algunas mujeres del Siglo XIX se comunicaban con sus pretendientes y con sus amantes. Era una época en la que las mujeres estaban en una situación de sumisión, y que hablaran en público no estaba bien visto. No eran solo los abanicos, también la forma de llevar la sombrilla o el hecho de adoptar una determinada postura o gesto mientras paseaban, ya decía muchas cosas. Muchas cosas para el que lo supiera comprender, claro.
O la manera en que se dejaban los cubiertos en el plato al terminar de comer, daba pistas de si nos había gustado o no lo que habíamos comido.
Aunque todo esto hoy ha caído en desuso, el lenguaje corporal –que vivió un momento de furor en los años 60 y 70 del siglo pasado– está bien establecido por los expertos en protocolo, los psicólogos y los asesores de imagen, y tiene sus propias reglas que hay que conocer tanto para proyectar una determinada imagen como para interpretar correctamente cómo es la persona que tenemos enfrente.
No nos damos cuenta, pero valoramos a las personas antes de que hablen. Todos reaccionamos ante los movimientos corporales de los demás, y con las expresiones y las actitudes juzgamos a los demás. Por ejemplo, gesticular con líneas verticales proyecta la imagen de que somos una persona dura, y la forma de sentarse da una imagen distinta de nosotros según cómo se haga.
Son gestos y posturas que hacemos de forma absolutamente inconsciente, pero que se pueden trabajar, y de hecho hay una gran demanda, sobre todo entre gente que está en edad laboral, y que creen que es un aspecto importante para mejorar en sus carreras profesionales. Nos han enseñado a gestionar empresas, pero no nuestra propia imagen.
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